sábado, julio 28, 2007

LA NOCHE ANTERIOR

Agotada por el viaje, me dejé caer en la habitación completamente desnuda. Tu magnífico servicio se había encargado de encender la chimenea y subir mi equipaje. Un profundo olor a especias inundaba la habitación. Sobre el escabel que ocupaba todos los pies de la gran cama con dosel, me esperaba el primero de tus regalos: un hermoso kimono de seda blanca. Pasé distraídamente la mano sobre sus bordados, lenguas de fuego que ascendían desde los pies y se enroscaban a la altura del vientre, rodeaban graciosamente la parte de los senos, dibujaban una amplia curva alrededor de las nalgas. Agotada por el viaje y el placer, fui cayendo en un sueño dulce y sensual, embriagada por el aroma de las espacias mientras mis dedos recorrían soñadores el dibujo de los bordados.

En mis sueños me debatía arrastrada por una corriente que me conducía entre paredes excavadas en la roca viva. Luchaba por zafarme de ella, pero cada vez que lo intentaba, unas manos poderosas emergían de las aguas para acallar mis intentos. Caí en un torbellino que me hizo dar vueltas y más vueltas, hasta dejarme suspendida en su interior, con los brazos y las piernas abiertas formando un aspa. Entonces, Su Voz vino a llamarme. Aquella voz gutural y profunda. Vi la imagen del rostro de El Señor de la Mansión perfilarse frente al mío. Su mano tomó mi barbilla y sus labios se posaron sobre los míos, Su lengua se abrió paso en mi interior, nadando como un pez curioso y lleno de ansia que buscara la salida de la gruta. Poco a poco fue retirándose de mí. Entre besos, empezó a llamarme de nuevo: “Gatita... gatita... ven a Mí, gatita...”

Abrí los ojos con dificultad. Sentía una especie de resaca y el olor a especias se revolvió dentro de mi interior, embriagada aún por sus efectos. Ante mí, Su rostro dibujaba un contraste intenso entre la mirada seria y la amplia sonrisa con la que me recibía. Deseé echarle los brazos al cuello, pero no pude. Miré extrañada hacia mis manos. Mis muñecas estaban atadas a una tosca cruz de madera en forma de aspa. Bajé la cabeza. Mis tobillos también estaban prisioneros. Me hallaba inmovilizada sobre Su cruz de San Andrés. A mi alrededor, las antorchas refulgían provocando sombras danzantes en las paredes excavadas a pico en la roca viva. Poco a poco, el sonido del agua llegó a mis oídos denunciando una fuente, o un manantial en las proximidades.

El Señor se retiró unos pasos. De su mirada fue desapareciendo la sombra de seriedad y preocupación, y la sonrisa de su boca fue ascendiendo hasta sus ojos. Con uno de sus dedos recorría lentamente el borde tosco del cuenco de barro cocido que sostenía con su mano izquierda.
- Aquí estamos de nuevo, gatita. Tú en tu lugar y Yo en el mío. Apuesto a que has echado de menos esto. – Mientras hablaba fue girando alrededor de mí. Mi cabeza le siguió hasta perderle de vista detrás de mí. De repente, sentí su mano rozando el interior de mis nalgas. Apenas tuve tiempo de reaccionar al notar un dedo untado de lubricante introducirse en mi ano. – ¿Has conservado tu delicioso culito como lo dejé? Veo que sigue tan estrecho y delicioso como la última vez. Ven, Julie, sigue tú con esto...

Su figura volvió a aparecer desde mi izquierda, sonriente, con una toalla entre las manos mientras unas manos pequeñas, de dedos largos y finos lubricaban cuidadosamente los alrededores de mi culito, que ya palpitaba enloquecido muy a mi pesar. Intenté esbozar un rictus de protesta, pero Él ya lo esperaba. Sin dejar de girar lentamente a mi alrededor, continuó hablando como si no me hubiese visto.

- ¡Vaya! No irás a decirme que has venido aquí en busca de descanso y paz interior, gatita. Venga – El azote sobre mi nalga resonó multiplicado por el eco de la cueva, provocando en mí un respingo y, muy a mi pesar, un ligero gemido – relaja ese culito y deja a Julie hacer su trabajo. - Sentí cómo movía la cabeza de la sumisa y sus pequeños dientecitos se clavaban en mi otra nalga – me consta que ella sí se ha acordado de tu última visita, ¿verdad, Julie?

De la boca de la diosa blanca sólo salieron unos gemidos, mientras Él la presionaba contra mi glúteo contraído. Tuve que hacer un esfuerzo para relajar mis nalgas. Por mí y por ella. Cerré los ojos y me dejé llevar por los recuerdos de nuestra última noche juntos. Recuerdos que, como Él bien sabía, habían presidido casi obsesivamente mis noches desde que abandoné la Mansión. Poco a poco conseguí relajar mis músculos y abandonarme en las manos de Julie. Pronto la sensación de sus dedos rodeando traviesos mi ano empezó a provocar oleadas de calor en mi interior. Ella manejaba con maestría las suyas, conocedora de mis reacciones. Una uña describió un círculo a su alrededor arrancándome el primer gemido audible. Poco después, dos dedos abrían mis ya húmedos labios, abriéndose paso en su interior, separándolos al ascender y permitiendo que se cerraran al descender de nuevo hacia mi culo. Cuando subieron por tercera vez, cuidando mucho de no rozar sino los bordes exteriores de mi clítoris, otros dos se abrieron paso despacio en mi vagina, jugando con mi flujo y provocando en mí un deseo incontenible. Entraron y salieron varias veces lentamente, en mis ojos cerrados se dibujaba el rostro de Julie, sonrojado por el deseo y la excitación. Aquél que emergía entre mis muslos en mi recuerdo. Después de un rato de penetrar en mi interior y repartir sus jugosos líquidos por toda mi vulva, sentí que los dedos que se deslizaban para abrir mis labios por enésima vez eran acompañados por los otros en su camino ascendente. Tan despacio, tan suave, tan insinuantes, que supe lo que iba a suceder siglos antes de que llegaran a su destino, de que los primeros cerraran su pinza sobre el clítoris que palpitaba como un corazón con vida propia y los segundos iniciaran sus caricias enloquecedoras. No llegué a aguantar un segundo. Cuando la Voz del Señor me dijo que si me corría antes de tiempo me azotaría, el efecto fue devastador. Mis piernas experimentaron un espasmo incontrolable y mi voz acompañó con un gemido largo y ondulante la marea que se apoderó de mí ascendente, recorriendo todo mi cuerpo hacia mi nuca para estallar en mi cabeza, apoderándose de mí durante un segundo interminable. Las muñecas pugnaban por escapar de sus ataduras, los lazos herían mis tobillos y toda yo encadenaba una convulsión tras otra, mecida al son de las olas de la tormenta.

Cuando todo terminó, mi cuerpo colgaba de las muñecas como un pingajo, me escocían las rodillas, que apoyaba en la basta madera con los muslos vencidos por el cansancio y mi culo echado hacia atrás, agotada. El Señor no me dio tregua alguna. Reaccioné de inmediato irguiéndome al recibir el primer azote en mis nalgas expuestas.
- Oh, noooo yo no... – inicié una protesta airada. Mi dignidad se rebelaba; nunca había sido azotada y no esperaba un trato así la primera noche.
Pero Él se mantuvo inflexible. Acercó su boca a mi oído. Su Voz estaba ligeramente mudada, más ronca de lo habitual, con un deje severo y nuevo para mí que – muy a mi pesar – provocó nuevos ríos de flujo que corrieron pronto por mis muslos abiertos.
- Te avisé, gatita... ahora te va a tocar a ti contar hasta diez. No irás a perder la cuenta, ¿verdad? Porque tendríamos que volver a empezar...

Un segundo después, caía otro azote, esta vez sobre mi otra nalga. Plano, fuerte, sonoro. Más ardiente que doloroso, salvo en mi maltrecha dignidad.
- ¡Cuenta! – Su Voz sí era un látigo, seco y cortante. Para colmo de males, una contracción ascendió desde mi vagina recorriendo mi vientre y pecho. La realidad es que me estaba poniendo más caliente de lo previsto. Mucho más de lo previsto. Y mi ofendida dignidad tuvo que refugiarse tras la idea de que aquello me estaba gustando, de que lo hacía por voluntad propia.
- Uu-uno...
- ¡Más fuerte, no te oigo! - Otro azote seco, otra explosión de fuego, otra sacudida recorriéndome, mi vagina palpitando...
- ¡Dos!
- Bien.¡Más fuerte todavía, quiero oírte gritar!
- ¡TRES!
- ¡Más!
- ¡CUATROO!
- ¡Más!
- ¡¡¡¡CINCOO!!!!
- Bien, gatita, tu lomo enrojecido es un espectáculo digno del mejor pintor. Vamos a descansar un poco. ¡Julie!
- ¿Señor?
- Trae la cámara de fotos. Vamos a prepararle una postal de recuerdo a nuestra invitada.
- Sí, mi Señor
Mientras los pasos de Julie resonaban perdiéndose en la cueva, sentí Su mano demorarse en mis nalgas enrojecidas. Volvió a girar a mi alrededor. Procuré hurtar mi mirada de la suya, intentando ocultar mi situación real y salvaguardar así la poca dignidad que me quedaba, pero Él tomó mi barbilla y clavó sus ojos oscuros en los míos, escrutando en su interior.
Sentí como si fuera violada por aquellos ojos; intenté resistirme, pero todo fue inútil. Sujetando mi mentón con firmeza, Su mirada se introdujo dentro de mí. Ardiente, lasciva, inquisidora. Supe que lo había descubierto al instante. Su hierro tornó en terciopelo, su dureza en caricia, su búsqueda en compañía. De sus ojos ahora entrecerrados me llegó un último mensaje, lleno de comprensión y deseo, antes de que sus labios lo plasmaran en mi boca jadeante.

El resonar de los tacones de plata de Julie rompió la magia de aquel momento. La vi avanzar reflejándose en Sus pupilas. Desnuda, con unas sandalias plateadas de tacón alto, una diadema brillante sujetando su cabellera rubia y una gargantilla similar alrededor de su cuello. Traía en su mano lo que imaginé sería la cámara que le habían ordenado traer.
- Señor...
- Vamos a ver... sepárate unos pasos. Así. – no podía ver lo que ocurría, pero terminé de imaginármelo con la siguiente frase - ¡Vaya, qué bien que te pongas en cuclillas... ahora creo que realmente estamos todos en una magnífica postura! ¿Ya has encuadrado? Pues... ¡Seguimos!
El azote me pilló de improviso, lo reconozco, y tan sólo pude emitir un gemido. Sí. De gusto. Me sentí como una perra en celo cuando el Señor me increpó, tirando de mi cabello hacia atrás con firmeza:
- ¿Ya has olvidado la cuenta, gatita? ¿Quieres que volvamos a empezar?
- Nooo... ¡Seis! – respondí asombrada por la reacción de mi propio cuerpo, que volvía a palpitar pidiéndome algo más que esa mano ancha en mis nalgas.
- ¡Más fuerte, gatita, no te oigo bien!
- ¡SIETE!
- ¡Así, bien!
- ¡OCHO!, ¡NUEVE! – Clic, clic, clic – podía oír perfectamente al obturador de la cámara disparando sin cesar. El último azote se hizo esperar. Lo justo. Lo preciso para que mi cuerpo lo deseara, para que mi mente se diera cuenta de ello, para que mis glúteos se prepararan para él.
- ¡¡DIEEEEZ!! – y Su mano se quedó sobre mi piel, acariciando mis nalgas, deslizándose lúbrica entre ellas en busca de mis rincones, que halló totalmente empapados.
- Lo sabía, gatita. Siempre lo supe, te lo dije el primer día. Sólo tú lo ignorabas. ¿Me crees ahora?
- Sí, Señor...
- ¿Sabes lo que vas a recibir como premio?
- Síii, Señor...
- Dímelo tú, gatita jadeante
- A usted, Señor...
- ¡Exacto!. Ven Julie, abre estas nalgas que un día ya preparaste para Mí.
Sentí las manos frías de Julie en mis nalgas ardientes como hielo sobre las brasas, quemándome más aún si cabe. Por esa temperatura supe que Sus manos sustituían a las de la esclava, e intuí fácilmente, por el rumor de ropas, lo que ella estaba haciendo para nosotros. Poco después, sentí cómo Su glande rozaba el canal entre mis nalgas, dirigido por una mano fría y delicada. Con calma descendió hasta mi ano que boqueaba ya como un pez. - “No habría hecho falta ningún lubricante”- recuerdo que pensé un instante antes de que lo encajara en su entrada. Pero cuando empezó a entrar y salir poco a poco en mi interior, ya no pude poder pensar en nada más que en que entrara un poco más, un poco más dentro, un poco más fuerte... Pronto toda la sala se llenó de mis gemidos, rebotando en las paredes de la cueva, devueltos mil veces por el eco. Entonces, él tomó mis pechos con fuerza y, acercando su boca a mi cuello, susurró:
- Se acabó el tiempo de maullar, gatita. Ha llegado la hora de los rugidos.
Y de un empujón seco y duro, me empaló con su verga hasta el fondo de mi culo, ebrio de placer. Y acertó. Se terminaron los gemidos, los jadeos. Empecé a gritar como una loca. A cada empujón de su falo respondía con un grito fuerte, incontenible, que cada vez que la retiraba se modulaba en una especie de gemido largo. No tardé mucho en saber que iba a correrme. Se lo dije, se lo grité, le pedí que parara, que no podía más, que iba a morirme de placer, pero Él continuó machacando mis nalgas con sus caderas, entrando hasta el fondo de mi ser y exploté perdiendo la noción de lo que sucedía, sacudida como una barquita en una tormenta. Agotada por el terrible orgasmo, intenté huir de Él, llevando mis caderas hacia delante e impidiendo que su penetración fuera tan profunda, pero Allí me encontré con la lengua de Julie que, arrodillada ante mí, se introdujo entre mis muslos abiertos tomándome de las caderas y golpeaba mi clítoris sin piedad, amplificando hasta el paroxismo las sensaciones que su amo me estaba provocando. Lloré, grité, me corrí una, dos, perdí la cuenta de las veces que aquel huracán me elevó por los aires, jugando conmigo como una hoja en el ojo del tornado. Mis gritos y súplicas atronaban mis oídos, devueltos por el eco, hasta que sentí aquél fuego estallar en mi interior, inundándome por completo... y entonces, volvió la calma. Julie abandonó su posición sentada sobre sus rodillas para colocarse debajo de mí, sujetándose con fuerza de los maderos, e introducir su rostro entre mis piernas. Percibí como en trance sus pechos emergiendo entre mis muslos, su vientre terso y depilado, desapareciendo en una postura forzada. Cuando su lengua terminó de recoger la semilla de su señor, que chorreaba por sus testículos, se fue desplazando por mis muslos, ascendiendo con lenta parsimonia hasta introducirse en mi agujerito vacante, recorriendo, juguetona y golosa, cada centímetro de mi vulva. Poco después, el Señor fue saliendo de mí. La sensación fue intensa, un eco amortiguado de lo que había sucedido minutos atrás, hasta que su verga desapareció por completo de mi interior y la lengua de Julie la sustituyó ávida de su simiente y de mis jugos. Con la flexibilidad de una contorsionista, cambió de postura pasando bajo mi cuerpo sin abandonar su posición dentro de mi ano hasta situarse detrás de mí. No abandonó su faena hasta lograr gozar de cada gota que me llenaba, hasta asegurarse de que nada resbalaría ya por mis piernas. Entonces – lo supe por las exclamaciones de placer de su Amo – se volvió hacia su Señor que se había retirado hacia un sillón frente a mí y, gateando con movimientos tan felinos que me hizo enrojecer de envidia, se situó entre sus piernas, dispuesta a terminar su faena.
- Tranquila, tigresa, tranquila... - su Señor acariciaba sus cabellos – que nadie te va a robar tu ración.

Poco después, el olor a especias volvió a inundar la sala y un profundo sopor se apoderó de mí.